EN LA TOALLA DEL BOXEADOR PUBLICAMOS 8 (MICRORRELATOS) DE 8 (MUJERES) PARA CELEBRAR EL 8 (DE MARZO)
EL PRECIO, ROSA MARTÍNEZ
Ni era bruja ni cobraba por lo que tenía entre las piernas. Y, por mucha letra escarlata que se empeñasen en coserle al pecho, seguiría siendo como era. De esas que nacen libres, salvajes y que no hay hombre ni bestia que enjaularla pueda. Desde la hoguera los mira, su pena es honda: no por los hombres que le escupen y, a la vez, la desean, sino por ellas que, aun siendo mujeres, lo esconden.Terciopelo azul, Towanda
FIN DE LA PROPIEDAD COMUNTATIVA, ANA FUSTER
Era la fiesta de la espuma en la discoteca del puerto. Me tomé siete tequilas. Perdí una sandalia. Encontré un mocasín. Perdí la cabeza. Encontré un hombre. Quizá no en ese orden, pero no altera el producto. Cuando acabó la fiesta me fui a casa. Con un pie en un mocasín (ajeno) y el otro en una sandalia (mía). Con una mano (ajena) en la cintura (mía). Con una lengua (que no parecía mía) en la boca de un hombre (entonces ajeno).La isla, Elena Bethancourt
Mi marido aprovechó la cuarentena para quitar la antigua cocina y reformarla por completo. Cuando empezó el verano ya la tenía casi lista. Para culminar su obra, instaló una isla en el centro con una encimera negra de Silestone y puntitos brillantes color plata. «Lo que yo necesito después del confinamiento es un viaje, unas vacaciones en una isla, no un mueble», le grité. Él, ni caso.
Con el paso de las semanas, los brillos de la encimera se volvieron intermitentes y, al mirarlos con más detenimiento, logré identificar las constelaciones. Desde ese día, ocupaba —incansable— las horas cortando verduras sobre el rígido cielo lleno de estrellas. Pasó una fugaz y le pedí un deseo. Bueno, dos. Quizás tres.
Por la mañana me desperté sola y una brisa me acarició la cara. Al pisar el suelo, creí sentir arena bajo mis pies. Seguí unas huellas que me llevaban por el largo pasillo a la cocina y me pareció ver en la cenefa la raya azul del horizonte. Me disponía a hacer un café bien cargado cuando las olas empezaron a romperse como encajes de espuma contra mi isla. Sonreí. Miré embelesada el vuelo de una gaviota. El agua me salpicó entera, al tiempo que un apuesto náufrago me hacía señas desde la orilla. Entonces, dejé el pijama y las dudas sobre la encimera y corrí hacia el mar.
El secuestro, Rakel Ugarriza
Cuando llama por primera vez, le prometo que haré todo lo posible y le pido un poco de paciencia, a fin de cuentas mi marido solo lleva desaparecido una semana.Afrodita, Ana Grandal
Solo la ama un minuto al día. El resto del tiempo la desprecia.Los niños olvidados, Ana Vidal
Algunos días, algunas madres preparan la comida sólo para ellas. Olvidan que un hijo les espera a la salida del colegio. Y ellos se quedan allí desde que suena el timbre, sentados, muy quietos, en la puerta, junto al conserje. Esperan y les crece el pelo, nadie les corta las uñas; esperan mientras amanece y anochece y entran y salen niños del colegio que con los años son otros, que crecen, que van a la universidad. Esperan mientras sus jerséis trepan por sus brazos ya con pelo, sus pantalones se acortan, no abrochan, sus pies se arrugan dentro de los zapatos, que un día estallan y verás cómo se va a enfadar mamá. Y las madres a veces añoran, como en un sueño, a esos hijos que nunca fueron a recoger, que no saben que tuvieron. Que olvidaron.La siembra, Susana Revuelta
Toca este año cultivo de maíz, pero como si fuese de patatas o remolacha: el pronóstico dice que no caerá una gota de agua, otra cosecha perdida. Pese a todo ahí sigue Desideria, removiendo la tierra, cavando zanjas, quitando caracoles, arrancando zarzas.Budapest, ¡qué preciosidad! Vio una foto del puente en el escaparate de una agencia de viajes un jueves que bajaba al mercado con sus hortalizas. Incluso a Cáceres se hubiese ido ella de luna de miel. Pero su boda se hizo a toda prisa y luego fue la campaña de la fresa, la de la aceituna y entonces llegó Genaro. Sietemesino, repetía la abuela, pese a los cuatro kilos largos que arrojó la balanza. Uno tras otro fueron naciendo Chelo, Rosaura, Juanillo, Tomasa, Chiqui y Nandín. Y, a lo último, aquellos dos pingajos de piel transparente, que hasta se les veían las venas, y que se le escurrieron entre los muslos mientras tendía la colada. Los enterró bajo la tierra amarilla sin contarle a nadie nada.
Piensa en esto y en acordarse de zurcir unos calcetines mientras se mete en el bolsillo del mandil unos huesecillos que han salido de la tierra con la última palada.