¡BIENVENIDOS A ESTE RING!

Tomen asiento, señoras y señores. ¡Bienvenidos a este ring! Griten, animen, protesten, expresen, alienten, inciten, espoleen, vociferen, pinchen, empujen, abucheen, aclamen, comenten, reivindiquen, pateleen, piten, abronquen, reprochen, aplaudan... ¡Esto es pasión por la literatura!

lunes, 8 de marzo de 2021

8 DE 8 PARA CELEBRAR EL 8

EN LA TOALLA DEL BOXEADOR PUBLICAMOS 8 (MICRORRELATOS) DE 8 (MUJERES) PARA CELEBRAR EL 8 (DE MARZO)



EL PRECIO, ROSA MARTÍNEZ

Ni era bruja ni cobraba por lo que tenía entre las piernas. Y, por mucha letra escarlata que se empeñasen en coserle al pecho, seguiría siendo como era. De esas que nacen libres, salvajes y que no hay hombre ni bestia que enjaularla pueda. Desde la hoguera los mira, su pena es honda: no por los hombres que le escupen y, a la vez, la desean, sino por ellas que, aun siendo mujeres, lo esconden.
 

Terciopelo azul, Towanda 

 
Si viera, madre, las mordeduras que me hicieron los zapatos… Tuvo usted tino cuando dijo que eran pequeños, pero me encapriché y no podía dejarlos allí. Qué bien sientan con el vestido azul, el ajustado de terciopelo, que me cosió cuando vino del pueblo. Hasta contorsionismo hago para subirme la cremallera. Cuando termino, tengo las mejillas tan sonrosadas que ni colorete me pongo. Apenas, un poco de rouge en los labios. Con discreción siempre. Como a usted le gusta.
 
Hace unos meses, al salir del hospital, me encontré con Pepita, la hija del Antón. Ahora se llama Carla y es rubia. Me ofreció trabajo, pero, tranquila, solo por las noches para  poder continuar  mis estudios de peluquera. Pagan bien, madre. Muy bien. Así que no necesito que vuelva a enviarme dinero. En cuanto ahorre un poco, lo dejo, corro a buscarla y me la traigo conmigo para montar  la peluquería. La extraño cada día. Tanto.
 
He dejado crecer mi pelo. Se va a alegrar cuando vea lo bonito y brillante que lo tengo.
 
Aunque se lo prometí, todavía sigo fumando. No se disguste. Me da seguridad para afrontar este cambio.
 
Sabe, madre, estoy feliz… Ayer me confundieron con una chica.
 

FIN DE LA PROPIEDAD COMUNTATIVA, ANA FUSTER

Era la fiesta de la espuma en la discoteca del puerto. Me tomé siete tequilas. Perdí una sandalia. Encontré un mocasín. Perdí la cabeza. Encontré un hombre. Quizá no en ese orden, pero no altera el producto. Cuando acabó la fiesta me fui a casa. Con un pie en un mocasín (ajeno) y el otro en una sandalia (mía). Con una mano (ajena) en la cintura (mía). Con una lengua (que no parecía mía) en la boca de un hombre (entonces ajeno).
 
Al día siguiente volví a la discoteca. Encontré la sandalia. Dejé el mocasín. No encontré la cabeza. No dejé al hombre. Hasta dos años después. Tras mil novecientas trece copas, ochocientas mentiras, cuatro pares de cuernos y veinticinco decepciones. Quizá no en ese orden, pero no altera el producto.
 
Ahora la discoteca es un salón recreativo. Hoy lo he recorrido entero. Me han preguntado si quería cambio. He dicho que ya tenía. Al salir me he sentado en un noray. El viento partía las olas contra el cantil. La espuma me ha salpicado la cabeza recién recuperada aún en equilibrio sobre los hombros. Voy a dejar de beber. Voy a estabilizarla. Voy a ser yo. En ese orden.
 

La isla, Elena Bethancourt

Mi marido aprovechó la cuarentena para quitar la antigua cocina y reformarla por completo. Cuando empezó el verano ya la tenía casi lista. Para culminar su obra, instaló una isla en el centro con una encimera negra de Silestone y puntitos brillantes color plata. «Lo que yo necesito después del confinamiento es un viaje, unas vacaciones en una isla, no un mueble», le grité. Él, ni caso. 
Con el paso de las semanas, los brillos de la encimera se volvieron intermitentes y, al mirarlos con más detenimiento, logré identificar las constelaciones. Desde ese día, ocupaba —incansable— las horas cortando verduras sobre el rígido cielo lleno de estrellas. Pasó una fugaz y le pedí un deseo. Bueno, dos. Quizás tres.
Por la mañana me desperté sola y una brisa me acarició la cara. Al pisar el suelo, creí sentir arena bajo mis pies. Seguí unas huellas que me llevaban por el largo pasillo a la cocina y me pareció ver en la cenefa la raya azul del horizonte. Me disponía a hacer un café bien cargado cuando las olas empezaron a romperse como encajes de espuma contra mi isla. Sonreí. Miré embelesada el vuelo de una gaviota. El agua me salpicó entera, al tiempo que un apuesto náufrago me hacía señas desde la orilla. Entonces, dejé el pijama y las dudas sobre la encimera y corrí hacia el mar.

 
El secuestro, Rakel Ugarriza

Cuando llama por primera vez, le prometo que haré todo lo posible y le pido un poco de paciencia, a fin de cuentas mi marido solo lleva desaparecido una semana.
 
Para ganar algo más de tiempo, durante la segunda llamada veintidós días más tarde, le digo que quiero una prueba de que en realidad lo tiene secuestrado a él. ¿Qué tal un dedo?, sugiero. El dedo anular, ese en el que lleva el anillo de casado, el mismo anillo que seguro que esconde en los encuentros con sus múltiples amantes. Incluso, si quiere, la mano entera estaría bien.
 
Dos meses después el secuestrador insiste con una llamada más. Le cuento que ya me he acostumbrado a vivir sin él y esta vez, antes de colgar, le grito que por favor no se le ocurra volver a molestar a la hora de la siesta.
 

Afrodita, Ana Grandal

Solo la ama un minuto al día. El resto del tiempo la desprecia.
 
Desprecia su boca caída, su pelo sin gracia, sus ojos siempre apagados, su piel mustia y desvaída, su figura encogida. Cada día, él espera hasta que el sol se pone; ese último rayo moribundo la ilumina con la luz justa, la luz perfecta, la luz que cincela sus rasgos y realza sus colores y la convierte en una diosa.
 

Los niños olvidados, Ana Vidal

Algunos días, algunas madres preparan la comida sólo para ellas. Olvidan que un hijo les espera a la salida del colegio. Y ellos se quedan allí desde que suena el timbre, sentados, muy quietos, en la puerta, junto al conserje. Esperan y les crece el pelo, nadie les corta las uñas; esperan mientras amanece y anochece y entran y salen niños del colegio que con los años son otros, que crecen, que van a la universidad. Esperan mientras sus jerséis trepan por sus brazos ya con pelo, sus pantalones se acortan, no abrochan, sus pies se arrugan dentro de los zapatos, que un día estallan y verás cómo se va a enfadar mamá. Y las madres a veces añoran, como en un sueño, a esos hijos que nunca fueron a recoger, que no saben que tuvieron. Que olvidaron.
 

La siembra, Susana Revuelta

Toca este año cultivo de maíz, pero como si fuese de patatas o remolacha: el pronóstico dice que no caerá una gota de agua, otra cosecha perdida. Pese a todo ahí sigue Desideria, removiendo la tierra, cavando zanjas, quitando caracoles, arrancando zarzas.
Budapest, ¡qué preciosidad! Vio una foto del puente en el escaparate de una agencia de viajes un jueves que bajaba al mercado con sus hortalizas. Incluso a Cáceres se hubiese ido ella de luna de miel. Pero su boda se hizo a toda prisa y luego fue la campaña de la fresa, la de la aceituna y entonces llegó Genaro. Sietemesino, repetía la abuela, pese a los cuatro kilos largos que arrojó la balanza. Uno tras otro fueron naciendo Chelo, Rosaura, Juanillo, Tomasa, Chiqui y Nandín. Y, a lo último, aquellos dos pingajos de piel transparente, que hasta se les veían las venas, y que se le escurrieron entre los muslos mientras tendía la colada. Los enterró bajo la tierra amarilla sin contarle a nadie nada.
Piensa en esto y en acordarse de zurcir unos calcetines mientras se mete en el bolsillo del mandil unos huesecillos que han salido de la tierra con la última palada.