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ANTOLOGÍA DE AUSENCIAS, DE SALVADOR TERCEÑO
La librería cerró tras los primeros bombardeos. Aunque un obús había hecho desaparecer el estanco y la mercería de doña Pura, su fachada solo mostraba ráfagas de disparos.
El viejo librero no aparecía y yo, con menos vocación pero más hambre, tras terminar la guerra, decidí arreglarla.
No había libros —habían sido destruidos—, pero aquello no me pareció un obstáculo insalvable. Desempolvé las estanterías vacías e identifiqué con cartelitos las diferentes secciones. Recoloqué el viejo letrero y, una mañana de verano, reabrí sus puertas.
El primer cliente tardó varias semanas en entrar. Preguntó por una antología poética.
—Pasillo dos, “Poesía en castellano”—, respondí.
El cliente estudió minuciosamente las baldas, rastreando aquella vacuidad con su índice. Pareció encontrar algo incorpóreo que extrajo, abrió y simuló hojear.
—Me lo llevo—, dijo.
Introdujo la mano en un bolsillo y, tras poner sus dedos desnudos sobre mi palma, salió tarareando.
Los clientes empezaron a frecuentarla con asiduidad. Tomaban libros inexistentes, se sentaban a leer, pasaban hojas teatralmente y terminaban pagando con un ademán. Comenzó a percibirse cierta ilusión.
Y yo, como cada noche, regresaba a mi piso, ponía un plato vacío sobre la mesa y, con lánguidas cucharadas, simulaba comer aire.
De Antología de ausencias el jurado ha dicho:
"Dice Joaquín sabina que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Hay un atractivo irresistible en las historias que cuentan imposibles, esas que dibujan universos paralelos, en los que otra realidad es posible. Nos parece que este relato recoge a la perfección esa realidad inexistente, generando en el lector una sonrisa y un extraño regusto amargo por lo que puede llegar a ser y no fue. O todo lo contrario.
MAESTRO DE ESCUELA, DE LUCAS ROMANO
La única librería del pueblo no es mal lugar para estar encerrado, pensó. Don Cosme estaba sudando, porque incluso en verano vestía su raída levita de paño negro. Con los dedos aún llenos de tiza lió un cigarro de picadura y ojeó las estanterías repletas. Era un profesor de ideas modernas, más amante de la letra que de la sangre y poco inclinado a reglazos y pescozones. La educación es la mejor barricada, solía decir. Acarició los venerables episodios nacionales, encontró un libro del poeta y recitó de memoria sus versos favoritos:
"Tristes guerras
si no es amor la empresa.
tristes, tristes."
Cuando oyó girar la cerradura de la maciza puerta de roble, devolvió el libro a su sitio con ternura de amante. Unos soldados de aspecto sucio le subieron a la parte de atrás de un camión con la eficacia de las cosas muchas veces repetidas. Antes de doblar la última curva miro el campanario, los olivos y la escuela que, 50 años después, llevaría su nombre.
De Maestro de escuela, el jurado ha dicho:
"La guerra y la nostalgia suelen ser buenos aliados para tejer un buen relato. La primera escena apela a la nostalgia, a ese profesor, Don Cosme, que todos tuvimos o habríamos querido tener, encerrado sin que aún sepamos por qué, en un cuadro perfectamente dibujado, donde podemos ver hasta lo que no se cuenta. De él sabemos lo justo para quererlo. La cita de Miguel Hernández nos da una pista y nos introduce en la segunda escena: la guerra. Ya sabemos de quién se esconde, y ya sabemos lo que va a pasar. El final es solo un estupendo modo de redondear el relato y traerlo al presente. Es conmovedor, es extraordinariamente visual, y se desliza con suavidad desde el principio hasta el final. Poco más se le puede pedir.
¡BUEN VIAJE!, DE MANUEL MONTESINOS
Dejó la nota en un estante de la librería, junto al reloj y la cartera. Subió a la terraza. Se desnudó con calma. La ropa doblada con mimo, bien ordenada junto a la silla que usaría para subirse al muro. Un vuelo rápido, picado y sin escalas. Le hubiera gustado estar frente a un espejo, no para ver su cuerpo envejecido, sino, más que nada, por despedirse de alguien. Hacía mucho tiempo que no se le ocurría mirarse, pero podía imaginar, sin demasiado esfuerzo, los pellejos que colgaban de sus costillas porque, desde que ella murió el verano pasado, casi no comía nada. Bien pensado, esto podía ser una ventaja para su vuelo. Si cogía una potente masa de aire caliente podría ascender con facilidad y quién sabe dónde le llevaría el viento antes de reventar su cabeza sobre el asfalto. Sin más demora, un pie en la silla, otro en el borde y un dejarse caer. En su torpe y acrobático descenso, la imagen de ella y la de su padre lanzándolo al aire y recogiendo en el vacío su pequeño cuerpo de crío.
De "Buen viaje" el jurado dice: "Este relato es el prospecto de un medicamento contra todo un catálogo de enfermedades crónicas para las que no hay cura. El dolor de la pérdida, la soledad de la vejez, la dolencia de la nostalgia, la melancolía de la paternidad, la muerte de un amor y la añoranza de la infancia, esa patria única a la que nunca nos importa volver. Aunque sea desde la regresión de la caída, de un salto al vacío desde una terraza. Este medicamento está contraindicado contra el tabú del suicidio como eutanasia contra el dolor del alma".
Aquel verano en que, resignado, decidí prepararme las oposiciones para el Ayuntamiento, descubrí por fin quien era él. Lo vi reflejado en el escaparate de la librería, una de tantas a las que nunca llegarían mis libros, en la que compré el temario. Lo reconocí en mi imagen de hombre cargado de sueños quemados. En el vivo retrato del fracaso.
De Presencia, el jurado opina que es un microrrelato inteligente y certero, a pesar de su aparente ligereza, que combina extraordinariamente la realidad (triste en este caso) y la fantasía, y que plasma, con muy pocos detalles, una crítica a la sociedad en la que vivimos, con esa renuncia a los sueños que se persiguen en pos de una gris existencia para sobrevivir. El protagonista podríamos ser cualquiera de nosotros".
ÓPERA PRIMA, DE FRANCESC BARBERÁ
El verano pasado, organizando las carpetas de mi ordenador, encontré un extraño documento de texto. Se trataba de una novela de 300 páginas. Lo más perturbador era que el autor se llamaba igual que yo. Poco después, recibí un e-mail de «Sonámbulos Editores». Me decían, para mi asombro, que habían aceptado mi manuscrito. Además, me pedían que no respondiera al email mientras estuviera despierto. En un primer momento no entendí nada, pero poco a poco fui atando cabos. Semanas más tarde, volví a recibir otro correo. Me contaban que habían hablado con Luci, la única librera sonámbula de la ciudad, y que la presentación sería en su librería, el jueves 25 a las tres de la madrugada. Un acto que, por supuesto, estaba dirigido exclusivamente a personas sonámbulas. Ha pasado un mes desde entonces y acabo de recibir noticias de mis editores. La presentación ha sido un éxito. Y la primera edición se ha agotado. Eso sí, nadie recuerda haber leído mi novela.
De Ópera prima, el jurado ha dicho: "Una trama muy bien armada, que cuenta una historia redonda y con un final de los mejores de esta edición. Además, destacamos ese puntito de ironía fina sobre el mundo de la escritura: un mundo de sonámbulos que hacen presentaciones a las que van otros sonámbulos, cuyos libros al final nadie recuerda. Nos parece amargamente simpático y le damos un olé general. Si el autor no pretendía esa lectura, nosotros se la hemos hecho y nos hemos quedado tan a gusto
OLOR A PAPEL Y CHANEL, DE PABLO NÚÑEZ
Paco se sienta en pijama a escuchar los trocitos de historias que recorren los pasillos. Las visitas suelen apedrear con sus voces los letreros que piden silencio en el sanatorio. Unas traen bombones y mastican palabras de falso cariño a la vez que, sin parar de señalar sus relojes, se van enseguida. Otras aburren con su hablar monótono, mientras hacen punto o leen entre murmullos los sucesos del periódico. A Paco lo visitaba mucha gente cuando enfermó, pero, como ni mejoraba ni empeoraba, en pocos meses se quedó solo. Los médicos dijeron a sus familiares que las cosas de la cabeza eran así de caprichosas y, si algo cambiaba, los avisarían. Paco es feliz desde entonces analizando chismorreos, aunque hay momentos en los que tiene lagunas y se queda muy quieto, mirando al techo. Dicen que ha olvidado toda su vida, pero recuerda sus encuentros en la librería de un pueblo costero cada verano, el chasquido del pestillo al echar la llave, el letrero de cerrado, la falsa puerta escondida en la estantería de las novelas policiacas, las luces apagadas, el aroma a deseo y el cuerpo de Sara cuando la lucidez hace que pierda el hilo de las conversaciones.
Del relato el jurado ha dicho: "Solemos asociar microrrelato con historia con final sorprendente e inesperado, olvidando que las palabras son las encargadas de vestir los relatos y que ellas son las que convierten el lenguaje en literatura. Nunca es el qué, siempre es el cómo. Este micro está impregnado de buena literatura, todos los sentidos activados para buscar la evocación de Paco, ese llamar a sus espíritus para que le den sentido a una realidad poblada, en su silencio, de ruido y de la que escapa a través del aroma a recuerdo de sus encuentros furtivos con Sara. Porque al final la literatura se reduce a eso, chispazos emotivos que nos llevan a compartir la memoria de los personajes".