Tras 9 meses, 31 semanas y más de
20.000 relatos participantes, el próximo miércoles en La ventana de la SER a
partir de las 6 de la tarde, la final anual de RELATOS EN CADENA.
Y aquí los 9 finalistas de este año, que Monterroso reparta suerte.
Octubre: Candela, de María Pámpanas
Rivero
—Si,
papá, pero, ¿y esa?
Cada muñeca era exacta a la anterior. En el largo del pelo, en la ropa, en la
mueca del rostro.
—Papá, ¿y esa? —preguntó de nuevo Candela con los ojos vivos, curiosos.
—Esa está rota, cariño, no es tan bonita como las demás.
Candela examinó la muñeca descartada por su padre. Era más pequeña que las
otras, estaba descalza y la camiseta que cubría su cuerpo, nada tenía que ver
con los vestidos de sus inertes compañeras.
Su padre cogió las tres muñecas restantes.
—Papá, ¿yo estoy rota? —preguntó Candela mientras su padre cerraba la tapa del contenedor.
Noviembre: Los secretos, de Rocío
Romero Peinado
Mientras
su padre cerraba la tapa del contenedor, Roberto vigilaba los portales. Miraba
fijamente las ventanas con luz y apuntaba con el dedo si alguien se asomaba.
Pum.
Después volvían a casa de la mano y preparaban palomitas en el microondas.
Esperaban los estallidos en completo silencio; ese ruido de algo blando que
revienta y que se rinde después de cierto alboroto. Pum, pum. Esos días papá se
quedaba mucho rato con él y jugaban a dispararse hasta morir. Le abrazaba muy
fuerte y nunca le recordaba lo que no se debía contar.
Diciembre: Confesiones pendientes,
de Laura Garrido
Su
conciencia no podría soportarlo, me repito, no podría soportarlo. Subo las
escaleras hasta llegar al ático derecha y llamo a la puerta. Eugenia me abre.
La miro con el mismo deseo de todos los días que la veo. Me pregunta si ya lo
he hecho. Niego con la cabeza. Ella asiente en silencio con resignación. Le
pregunto si puedo pasar. Ahora niega ella. Por favor, le imploro. No, no hasta
que yo sea capaz de hacerlo. Bajo al bar de nuevo. Observó la partida de mus.
El marido de Eugenia ha vuelto a ganar la partida. Quizás mañana.
Enero: La mala educación, de Agustín Navarro Martínez
Naricilla
respingona y un cuerpazo de escándalo, pienso mientras el militar del 8º A
entra en el ascensor y me saluda. Pero yo no contesto para evitar que de ese
buenos días pasemos a hablar del frío, y el frío nos conduzca a una sopa
caliente, y la sopa caliente desemboque en asuntos de restaurantes, y los
restaurantes nos induzcan a parlotear de buffet y de selfservice, y ambos
conceptos evoquen el placer que su mujer me dispensó durante las dos últimas
semanas, y así, tontamente, acabe pegándome un tiro.
Febrero: Sucesos más o menos
extraños, de Ernesto Ortega
Había
brotado en medio del huerto un imponente piano de cola. La noticia entró en la
peluquería, atravesó la plaza y salió del bar. En pocas horas el pueblo entero
desfiló por allí. Resultó que todos entendían de pianos: que si un Bösendorfer
siempre será un Bösendorfer, que donde esté un Steinway… Quisieron escucharlo,
tocarlo, acariciarlo. Se organizaron cursos, concursos, conciertos. Hasta que
un buen día el interés empezó a disminuir y una mañana, cuando ya solo los
pájaros le prestaban atención, la grúa se lo llevó al depósito municipal. Y
allí sigue, en silencio, acumulando polvo, junto al proyector de cine, el barco
pirata y la nave espacial.
Marzo: Adiós y hola, de Lidia Sanchís
Sorribes
Tanto
visitante inesperado me llenó de zozobra. Mi padre, hombre algo tosco y de
pocas palabras, nunca tuvo muchos amigos. Pero entre aquel grupo de gente que
había acudido al tanatorio a despedirse de él y a darnos el pésame a mi madre y
a mí, había bastantes rostros desconocidos: algunos hombres que supuse amigos
de la mili o de la infancia, una mujer rubia y llorosa, otras que la
consolaban. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro. Me volví y vi a
un joven que tenía mis mismos ojos. Nuestros mismos ojos.
Abril: Castigo, de Juan Antonio
Vázquez Alcayada
Mientras
la impía lluvia borraba la rayuela de las aceras nos limitamos a esperar. Los
parques anegados habían devorado los columpios y días después las peonzas se
pudrieron. Las cuerdas de dar comba se habían deshilachado pero no le prestamos
demasiada atención. Estábamos ocupados, en vano, intentando recuperar las
pelotas que el viento se llevaba. Los peluches, ahora ásperos, se amontonaban
en ese cementerio de juguetes mal llamado desván junto a otros cachivaches
electrónicos que sin motivo aparente quedaron huérfanos de singularidad y
habilidades. Al final, cuando el terremoto abrió la tierra y solo se tragó a
los niños nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir.
Mayo: Señales de Luis Serrano Lasa
Nos
lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir. Como esa tarde en que llegué
bajo un chaparrón de pájaros muertos, mientras papá veía el fútbol, y a ella se
le cortó tres veces la mayonesa. Y las mañanas que la apremiábamos para
desayunar, el sol se oscurecía y las tostadas se calcinaban una y otra vez. O
cuando exigíamos una camisa determinada, las telarañas cubrían la calle y la
colada salía incomprensiblemente teñida de rojo. Hasta el día que encontramos
la casa vacía y la nota en la nevera, y lo único que supimos hacer fue
asomarnos a contemplar la lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad.
Junio: Lo inevitable, de Miguelángel Flores
Alguien
ha empezado a tirar del hilo. Lo
sabía. En cuanto alguien viera la hebra se empeñaría en cortarla de raíz, como
si fuera imprescindible hacerlo. Ahí está. Así funcionan. Si alguien ve una
puerta de armario abierta, la cierra, aunque ni le estorbe. Si tiene unas copas
de cristal a mano, las choca para oírlas, y ya. Si le regalan flores, las huele
sin pensar hacerlo. Así es. Es algo reflejo, genético y muy humano. Lo mismo,
cuando encuentran a un hombre colgado de una viga, gritan como si les fuera la
vida en ello. Luego, si se fijan, acaban arrancando esa hilacha de su pantalón.