El médico me prohibió leer. Cogió un bolígrafo y anotó algo sobre el cuaderno. Le hubiese quitado el boli allí mismo. Apreté los puños por debajo de la mesa y mentí: quiero dejarlo. De momento, no iban a internarme, pero debía olvidarme de los libros. Si no lograba vencer la enfermedad tendrían que meterme en esa clínica tan prestigiosa para escritores. Me hicieron pasar a una sala mientras el médico hablaba con mis padres. Al llegar a casa, tiraron los libros que tenía escondidos debajo de la cama y dieron mi nombre en las pocas librerías y bibliotecas que quedaban abiertas para que me prohibiesen la entrada. Nunca me dejaban solo. Les engañaba. Me encerraba en el baño y leía la composición de los champúes o les acompañaba al supermercado y me paraba en la sección de congelados a repasar los ingredientes. Pero me sabía a poco. Empecé a robar. En el metro miraba de reojo al viajero de al lado y me hacía con nombres y adjetivos del periódico que estaba leyendo. Pillé un verbo transitivo de una carta del banco que sustraje del buzón del vecino. Conseguí dos preposiciones en un carnet de identidad y algunos adverbios, aunque terminados en mente, en un folleto que me dieron en la calle. Cuando asalté una biblioteca, me internaron. El día que entré en la clínica, vi salir a Juan Manuel de Prada. Había adelgazado y no llevaba esas gafas de pasta que le caracterizan. Tenía mejor aspecto. En mi grupo de terapia, reconocí a Lorenzo Silva, aunque la mayoría éramos gente anónima. Pronto descubrí el mercado negro. Al apagar las luces de las habitaciones, nos reuníamos en los baños y traficábamos con palabras. Cambiábamos adverbios por preposiciones y dábamos nuestra alma por encontrar a quien tuviese el adjetivo perfecto. Por la noche componíamos historias, las memorizábamos y al día siguiente, a la hora del paseo, lejos de los ojos de los enfermeros que se distraían con la televisión, nos las contábamos. Cuando salí, todos pensaban que me había curado.
Mientras me desperezo y retomo el hábito de escribir, un viejo microrrelato que recibió el segundo premio en la III Edición del Premio Microrrelatos de El Basar, allá por el año 2007.
Qué bueno. Al comenzar a leer pensaba que iba a ser un Alonso Quijano moderno. Para mí, la mejor frase es la que usas para que ya se desparrame todo XD, ésta: "Pillé un verbo transitivo de una carta del banco que sustraje del buzón del vecino. "
ResponderEliminarYo creo que a Vila-Matas le debe pasar algo parecido, que se lo vi en la mirada en una feria del libro, sisi.
Me encantó el relato. Muy divertido imaginar lo de robar los adjetivos o adverbios, traficar con palabras...
ResponderEliminarEspero que te despereces pronto y nos ofrezcas otra perla.
Recordaba este texto, siempre me pareció buenísimo.
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